Mi pasión por la imagen se forjó en una pequeña sala de un pequeño cine de una pequeña ciudad. Fue mi primer trabajo y mi mejor escuela.
La gran pantalla tampoco era muy grande, pero cabían todas las cosas que hacen a la vida inmensa. Había héroes y amigos, seductores y villanos, y había personas de ficción que, al final, tenían muchos en común con las personas reales.
Por allí pasaban sonrisas, miradas, besos, amores que se hacían luz en un fundido, y miles de punzadas en el pecho que te dejaban con ganas de más. Aún las tengo.
En esa sala aprendí el tesoro que a veces se oculta en las imágenes. Y, sobre todo, aprendí que, a veces, podemos trenzarlas con un hilo invisible y convertirlas en historias que de verdad importan.