Mis padres son maestros de escuela. Los dos. Ya no van al centro porque están jubilados. Pero un maestro es maestro hasta el último de sus días. De esto saben mucho los japoneses y su concepto de ikigai.
Nuestra casa estaba siempre llena de libros. Sobre todo, libros infantiles. Mi padre era el responsable de la biblioteca y traía a casa siempre las novedades. Los libros más ingeniosos, los de las historias más extraordinarias.
Mi padre incluso creaba sus propias historias por las noches para dormirnos. Las hacía tan interesantes y visuales que nuestra madre acababa entrando en la habitación pidiendo silencio a unos niños excitados.
Mi madre fue quien me contagió la pasión por el cine. A ella se la inculcó su padre. Esto viene de lejos. Siempre me escuchaba hablar con entusiasmo de las películas que había visto y de las que quería ver.
Mi primer trabajo, con 16 años, fue en una sala de cine de mi ciudad. Donde veía una y mil veces la misma única película que programaban semanalmente. Hasta que me sabía de memoria los planos, las frases y las reacciones del público.
Así que las historias son algo con lo que he crecido desde pequeño como parte de mi día a día. El hacer de lo ordinario, algo extraordinario.
Para mi, todo empieza con un «te voy a contar una cosa». Ahí empieza una historia.
Y estas son las historias que nos gusta contar en las bodas.